¿Y si voy directo a ella y me presento y me pongo a su servicio...?
No me atrevía a dar el primer paso porque sentía que la cabeza me zumbaba y se agrandaba como un globo: ese malestar inmundo que deja una noche de juerga, tragos, barajas y chicas en mi apartamento de soltero irredento.
Miré el reloj y eran las dos de la tarde. No supe a qué horas se había ido la gente. Todo a mi alrededor giraba como un carrusel de tío vivo. Sentí la lengua como una lija y quise incorporarme para proveerme de un vaso de agua, pero me ganó el atolondramiento y el cuerpo no me respondió.
¡Carajo!, los putos tragos. Y las viejas que te incitan a los tragos. Y los amigos que te joroban la vida para que les abras las puertas de tu nicho, claro, porque como eres solo, porque no tienes a quien rendirle cuentas, pues eres el ‘parcero’ ideal para armar la guachafita.
Y ahora, a ver, ¿en dónde están los que te metieron la fiesta por los ojos para que te ayuden a arreglar el desorden?
Sentí vergüenza ver semejante reguero: latas de cerveza dispersas en la alfombra, vasos whisqueros con el borde cubierto de pintalabios, sobras de pastel de fresa en platos desechables, cenicero repletos, ¡qué asco!, un CD de Joe Arroyo metido entre la arrocera sobre la mesa de centro, y una ¡tanguita! sobre el velador esquinero, ¡¿de quién este cuquito cabrón?!
Tomé la prenda con las yemas de los dedos y la arrime a mis fosas nasales, con los guayabos, más despiertas, y recordé la cita de mi amigo inevitable de farras, Tomás Elías Bettín del Río: “Por sus olores las conoceréis”.
Efectivamente, no bastó más de una aspirada para saber que esos ‘panthys’ rosados con una media luna negra en la entrepierna pertenecían a Katrina Bermejo, ‘La Bolichera’, compinche de las mejores, que cada vez que se animaba con tequila, su licor preferido, sorprendía a los invitados con un estriptis al mejor estilo de Demmi More en su célebre y recordada película.
Yo, la verdad, no recuerdo haber presenciado su espectáculo la noche anterior, pero imaginaba en mi borrosa memoria cómo sería la borrachera cuando olvidó sus cachuchitos abandonados sobre la lámpara.
¿Y si voy directo a ella y me pongo a sus órdenes...?
No me atrevo. Ahora mismo no tengo los cojones para hacerlo. Seguro que si cumplo a esa proeza me tiemblan las corvas y me desvanezco. Yo no quiero quedar en ridículo. Mejor espero. Porque el que sabe esperar tiene asegurada su recompensa. ¡Ay!, mi cabeza. Me va explotar.
La verdad yo estaba obsesionado por la mujer que recién se había mudado al edificio de enfrente, a un cuarto piso como en el que yo vivía; ¡qué hembra, coño!, pasada de apetitosa la descarada, que se ubicaba en la ventana sin cortinas a alborotar el vecindario con su coquetería, ella, la muy bandida, apenas cubierta por una levantadora que permitía escudriñar sin contratiempos en sus pechotes turgentes, ¡qué delicia!, y ella se hacía la zorrita cuando sabía que cien ojos tenía encima.
Por Gertrudis Calvo, mi amiga, casera del edificio, me enteré de que la nueva inquilina era chilena y se llamaba Concha, con un apellido enredado, no me acuerdo, creo que de origen polaco.
Por ella, por su inesperada y provocadora presencia entre ventanales había desempolvado el viejo teodolito con trípode de papá, que en vida fue un aventajado y reconocido topógrafo, y a través del aparato de manufactura rusa me embebía desde mi cuarto, tardes enteras, observando en detalle las protuberancias y redondeces de Conchita, los pezones carnosos de un rosa encendido, su largo cuello de bailarina de ballet, y ese rostro pícaro y desafiante de muñeca callejera, de las que hacen estragos en las mentes y las braguetas de los varones aventureros, a cambio de un buen puñado de rupias con qué sostenerse un par de semanas, o bien, por físico placer.
¡Cómo soy de torpe!, alerté. Cómo no la invité al festejo de anoche en aras de darle la bienvenida al vecindario de La Macarena: a sus órdenes, mamita, pa’las que sea y a sus pies me rindo. Hubiese quedado como el Príncipe de Mónaco, pero que va, ya era tarde para darme contra las paredes, y a estas alturas de la vida yo no estaba para ilusiones sino para frentear mis deseos en el espejo de la realidad.
Algo despabilado de la catastrófica marea etílica, me animé a sacar una cerveza de la heladera, que me empujé por el gaznate de un solo envión. El lúpulo sagrado en su efervescencia me devolvió a la vida: encendí un cigarrillo, puse en el estereofónico los éxitos de Fruko y sus Tesos, y sentí que la sangre se hinchaba como una culebra en mis venas, y esa fogosidad se me subió por la médula hasta alcanzar la tapa del hipotálamo, que los gnosticos llaman el anillo cósmico, y cómo que la rumba se volvió a prender en los contornos de mi demolida cabeza.
Entonces cuadré frente a la ventana el teodolito y apunté el lente frente al objetivo. Pero qué extraño: Concha no aparecía por ninguna parte y ya eran pasadas las tres de la tarde, que era la hora en que ella acostumbraba a revelarse ante el respetable con su levantadora transparente, y me quedé ahí un buen rato, 20 minutos a los sumo, montando guardia, esperando por si las moscas, con esa paciencia del que espera ser lo mejor recompensado, pero nada, ni por las curvas, y yo llevado por la ansiedad apuraba una lata de cerveza, y una más, y otras más, hasta agotar la existencia, y ya me estaba empezando a desesperar hasta cuando sonó el timbre que me cortó de un tajo la ansiedad.
Corrí a la puerta y vi por el ojo secreto: ¡era Concha!, no podía creerlo. ¿Estaría alucinando? ¿El guayabo me engañaba?
Abrí la puerta de un jalón y quedé estupefacto con su presencia: ¡qué hembra!, recién bañada, con una mirada penetrante que me desarmó en paro. Y ese cuerpo, ¡qué banquete!, era mi día, era mí día...
-No puede ser, ¡¿mi vecina?!-, le increpé extendiéndole la mano.
-Sí señor, y he venido porque usted me ha estado observando por un aparato desde que llegué hace tres días. ¿De qué se trata?, ¿acaso un arma de largo alcance?, ¿qué se trae conmigo? Recuerda: Todo lo que diga puede ir en su contra. Me llamo Concepción Sowlowsky, del Departamento de Investigaciones Criminales. Esta es mi identificación y traigo una orden de allanamiento. Firme aquí por favor.
No me di mañas. Hasta ahí me acuerdo, porque me desvanecí.
Ahora que me dispongo, desde los barrotes de una penitenciaría, a rendir indagatoria por ‘violación a la intimidad’, me entra el pálpito de que esta maldita mujer llegó única y exclusivamente a dañarme la vida.
-¡Pronto, necesito un abogado!
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